Nysaí Moreno
En Baja California Sur, en todo el litoral que compone la zona de Cabo, el único tramo verdaderamente remoto y virgen del litoral cabeño —Cabo del Este— está siendo arrasado. Sus dunas, su vegetación nativa, su paisaje ancestral, y su frágil equilibrio ecológico están siendo sustituidos por carreteras, mansiones de lujo, casas con una obsesión por tener “la mejor vista”, airb&b de extranjeros, y promesas de “progreso” que esconden un modelo de desarrollo depredador. Esta región, hogar de ecosistemas únicos y colindante con el Parque Marino Nacional Cabo Pulmo, uno de los arrecifes de coral más importantes del continente por ser un complejo de arrecife de coral pristino, se encuentra en peligro.
Lo que se plantea como un “nuevo desarrollo turístico” es en realidad un ecocidio anunciado.

El camino costero: borrado desde el poder
En 2006, durante el gobierno de Narciso Agúndez Montaño, se firmó un convenio específico de concertación entre el Estado y empresas inmobiliarias como “Marina Playita”, “Promotora del Estero” y “Desarrollo Marina Vallarta” que sentó las bases para sustituir el histórico camino costero de Cabo del Este por un bulevar pavimentado financiado por los propios desarrolladores.
El documento señala textualmente:
“Dicho tramo carretero sustituirá al camino costero existente actualmente y se financiará exclusivamente con inversión privada”.
Es decir, la privatización del acceso público se selló hace casi dos décadas, pero fue en administraciones recientes cuando se materializó su “desuso legal”. La administración de Christian Agúndez, hijo del exgobernador que firmó el convenio, continuó el proyecto de su padre bajo el argumento de que solo cumplía acuerdos heredados. ¿Pero cómo puede permutarse un camino que, según versiones oficiales, “no existía legalmente”? Al ser mencionado en documentos oficiales, el camino costero adquiere reconocimiento legal. Así, el “desuso” es más bien una operación política para legalizar el despojo.
El litoral como botín: casas, hoteles y huracanes
La historia se repite: donde antes había dunas y vegetación costera, ahora hay trazos de bulevares, urbanizaciones privadas y resorts. Se reproduce el modelo del corredor turístico San José–San Lucas, donde la tierra se mide en metros cuadrados de plusvalía y no en hectáreas de vida. Lo alarmante es que esta zona es una de las más frágiles ecológicamente del estado, azotada por huracanes cada año. La destrucción de las dunas implica la eliminación de barreras naturales ante huracanes, erosión acelerada, pérdida de biodiversidad y mayor vulnerabilidad para todos.
Mientras tanto, la narrativa oficial insiste en hablar de “progreso”, y los nuevos propietarios extranjeros aseguran ser “locales” por el simple hecho de tener escrituras, cuando en realidad forman parte de un proceso extractivista. En la zona de Cabo del Este, esto se vuelve especialmente evidente con el turismo de surf, que ha aumentado exponencialmente por la calidad sublime de su oleaje, su mar turquesa y cálido, y su carácter remoto. Pero esta cultura del surf también es contradictoria: muchos de quienes llegan buscando “lo prístino” —procedentes principalmente de Estados Unidos, Canadá y países europeos— reproducen los mismos modelos colonizadores e invasores de las culturas que los formaron. En lugar de respetar la fragilidad del ecosistema que tanto los atrae, replican un patrón de invasión, privatización y desarrollo urbano que pone en riesgo precisamente aquello que dicen valorar.
Este tipo de turismo devorador, disfrazado de “amante de la naturaleza”, no solo acelera el desplazamiento de la población local, sino que también contribuye directamente al colapso ecológico. Porque replicar el modelo del corredor turístico San José del Cabo–Cabo San Lucas en esta zona remota, implica más que cemento: significa alterar los patrones de viento, erosionar las dunas costeras y hacer que un huracán categoría 1, al no encontrar amortiguadores naturales, se convierta en categoría 4. Además, modifica el oleaje —vital para el equilibrio marino y para el mismo surf— y destruye las condiciones que hacen de este litoral un lugar único en el mundo.
Así, la costa se privatiza, la gentrificación aumenta como gangrena, la renta se vuelve inalcanzable para los habitantes locales, y se pierde no solo territorio, sino también paisaje, memoria y posibilidad de futuro.
No solo estamos ante una crisis ecológica: es también una crisis de soberanía territorial, de justicia social y de identidad colectiva. Es la continuidad de un modelo extractivista que disfraza el despojo como inversión y la sumisión como hospitalidad. Un modelo donde la justicia aplica con rigor para los pobres, y con indulgencia —o complicidad— para los ricos.
Cada familia extranjera que construye su mansión frente al mar en Cabo del Este forma parte de una cadena extractiva de largo plazo: no solo toman el terreno, sino que sus generaciones heredan una visión ajena al territorio. Mientras tanto, se nos exige silencio o resignación.
El caso de Cabo del Este debe ser investigado a fondo desde las ciencias sociales, el periodismo y los movimientos ciudadanos. No solo por lo que destruye, sino por lo que representa: una forma de colonialismo moderno. Es urgente visibilizar este ecocidio y exigir la protección de lo poco que queda del litoral sudcaliforniano. Porque cada duna arrasada, cada sendero cerrado, cada vegetación costera sustituida por cemento es un paso más hacia un territorio sin alma, sin memoria y sin futuro.

El mapa del despojo: de El Cardón (Shipwrecks) a Los Frailes
Este proceso de urbanización depredadora no ocurre al azar. Detrás hay familias empresariales poderosas, como los Sánchez Navarro, que a través de fondos como Baja Fund y Fortem Capital han transformado áreas emblemáticas de Los Cabos y La Paz en enclaves de lujo para inversionistas extranjeros. Han adquirido hoteles históricos como La Perla en La Paz y Tropicana en San José, y desarrollado zonas residenciales exclusivas en Palmilla. Con la marca Hilton y otras firmas internacionales, su visión es clara: convertir lo comunitario y natural en capital privado de alto rendimiento.
Pero los efectos de este modelo van mucho más allá de la mercantilización del paisaje. Implican también despojos violentos, desalojos sin orden judicial y operaciones irregulares para quedarse con tierras habitadas históricamente por familias locales. Los testimonios de despojo en zonas como La Ventana, La Rivera, Punta Arena, Cabo Pulmo, Los Frailes, Punta Perfecta, etc., son numerosos y documentados: desde guardias armados al servicio de desarrolladoras hasta notarios que legalizan invasiones, pasando por funcionarios coludidos y fuerzas policiales que protegen intereses privados en lugar de los derechos ciudadanos. Aunque en Cabo Pulmo y Los Frailes hayan tenido una lucha para decretar el territorio en Parque Marino Nacional, su historia ha sido toda una lucha inacabable de protección de sus territorios.
En Cabo del Este, la mayoría paraísos de surf —El Cardón (Shipwrecks), Santa Águeda, La Fortuna, El Destiladero, Boca de la Palma, Nueve Palmas, Punta Tiburones, Punta Paredones, San Luis, Boca del Tule, Punta Perfecta, entre otros— la misma historia: tierras comunales, costas abiertas y accesos públicos se ven progresivamente cercados, controlados y vigilados. Carteles en inglés que dicen “Keep out” reemplazan los senderos de los pescadores y las dunas por donde caminaban las familias locales. Incluso en zonas protegidas como Cabo Pulmo, el avance de megaproyectos ha significado la destrucción de viviendas, amenazas, litigios interminables y abandono institucional.
Se avecina con eso negocios de inversión extranjera en la zona, donde el modelo económico beneficia exclusivamente a grandes capitales foráneos. Son desarrollos que operan con todas las facilidades administrativas y fiscales, pero cuyos flujos económicos rara vez se quedan en la región: no fortalecen al municipio, no generan cadenas reproductivas locales y casi no emplean mano de obra local calificada. En cambio, encarecen el territorio, imposibilitan el emprendimiento regional y desplazan la economía comunitaria. Es una economía extractiva y excluyente, que convierte al paisaje en mercancía y a la población local en espectadora de un crecimiento que no la incluye.
Lo que parece progreso en los folletos turísticos, en la práctica es un proceso sistemático de violencia inmobiliaria, despojo ambiental y elitización del territorio.

Un problema estructural, una respuesta colectiva
Estamos frente a un problema estructural y multidimensional que debe ser abordado desde múltiples frentes: la sociología, la ecología, la antropología, la economía política, la historia ambiental y la justicia climática. Estas dinámicas deben investigarse a fondo —no solo desde México, sino también desde universidades y centros de investigación en Estados Unidos, Canadá y Europa, desde donde provienen muchas de las personas que reproducen estos modelos extractivos.
Porque el extractivismo no solo se hereda en dinero y propiedades: también se reproduce en la mirada y en la crianza. Cada familia extranjera que construye sobre las dunas transmite a sus hijos una lógica de apropiación que se multiplica en generaciones. Eso es altamente preocupante.
Debemos organizarnos, documentar, investigar, narrar, resistir. Porque otro camino es posible, pero solo si lo trazamos juntas y juntos. Un camino donde conservar no sea una excepción, sino una política común. Donde el mar, las dunas y el viento no se vendan. Donde el paisaje no sea una mercancía, sino un derecho.
Porque defender Cabo del Este es defender el último respiro de un litoral en la zona de Cabo que aún late.