Uno no se da cuenta cómo puede perjudicarse su vida sólo por el paso del tiempo. Siente que todas las oportunidades están comandadas por una suerte, a su favor, y de pronto estas suertes se deprimen, cambian de sitio, observan a alguien más, como si fuesen ánimas que van adoptando en una y otra parte a sujetos que acaban de nacer hace apenas veinte o treinta años. Los adoran por unos años, los engalanan con banalidades sin méritos, y cuando ésos están seguros de su suerte, optan por moverse, escapan de la zona de dicha y aquello acaba desnutrido.

Mientras tanto, hay una especie de línea del tiempo con la que nos engañamos, porque sabemos más o menos a qué edad suele morir una persona promedio. Y sin embargo, un hecho sucede y nos muestra algo que no tiene nada que ver con lavar las cucharas diariamente, o los platos, o tender la cama. Se encaja, más bien, un cuchillo en la calle de la mano de un desesperado, o una carambola de otros tan ordinarios como nosotros nos hacen ver que hay sangre tras este tejido; o el otro lento morir de la enfermedad que al menos ofrece el privilegio de la compañía con los seres queridos.

El cuerpo, que regularmente es ignorado porque se está pendiente de otros eventos, comienza a ser lo más importante para nosotros porque es lo que de una semana acá nos duele. Antes, era el futuro el que nos dolía, el que nos entretenía; pero de un tiempo acá, el cuerpo que duele es el receptor de todas nuestras atenciones y de las que están dispuestos a cuidarnos, que secretamente se confiesan a sí mismos que es un pesar, una carga.

Por nuestra parte, la de nosotros los enfermos con apenas un chispazo inalcanzable de esperanza, intentamos no comunicarles a los vivos que sentimos por dentro ya no la seguridad del final –esa ya es segura– sino las preparaciones para recibirlo. Y hay un miedo ahí, sí, seguro que lo hay.

No podría ser de otra forma. Una vez absorbida la muerte lenta en nosotros, nos queda claro lo que antes parecía una fantasía. Y es que el final es un minuto infranqueable. Este final, el de la vida orgánica, es por encima de todos los demás una demostración pedagógica. Pero, los otros –que esto quede claro–… los otros finales nos suceden durante toda la vida. Si queremos, llamémoslos ciclos, pérdidas, dolores superados, adiós, migración.

El de la vida biológica es final contundente. De algo. Sin saber si habrá alguna otra cosa por ahí que nos vuelve a enamorar de lo que ahora sobrellevamos con cierto cariño, o de lo que decimos repudiar y que probablemente lloremos porque no estará más.